Antonio Padrón Rodríguez nació, vivió y murió en Gáldar. Pintor, escultor, ceramista, compositor,... su existencia transcurrió en una íntima simbiosis con su tierra y con su gente. La tierra y la gente de su alrededor no fueron sólo la tierra y la gente que él llevó a sus cuadros y las que dieron razón de ser a su arte: constituyeron también el mundo al que el artista estaba unido vitalmente. Su aspiración a un arte genuino, alejado de toda influencia, y su carácter solitario, dan a su obra una singularidad especial dentro de la plástica canaria de S XX.
En términos generales, la pintura de Antonio Padrón puede situarse dentro del ancho margen que abarca el movimiento expresionista. Se definía como “expresionista sin desgarraduras “para no adscribirse, como señala Lázaro Santana, a ninguno de los tres grandes bloques característicos en que suele dividirse este movimiento: realismo social, fauvismo y expresionismo psicológico. La obra de Padrón participa de algunas o de todas estas características pero sólo en aisladas ocasiones puede afirmarse su definitiva adscripción a uno de ellos. Al expresionismo lo vincula permanentemente su gusto por lo popular, la reelaboración que el hace en sus cuadros de las costumbres, los mitos y el folklore insular. Por otra parte, la revalorización de los elementos del primitivo arte autóctono propugnada por los pintores y escultores de la Escuela Lujan Pérez (Felo Monzón, Jesús Arencibia, Jorge Oramas, Plácido Fleitas ,...), le descubrieron el sorprendente universo pictórico que ofrecía la isla. Nació así una pintura indigenísta insular cuyas características distintivas residían, según Padrón, en los “propios ocres y rojos, en los tonos cálidos“ que tenían la tierra canaria, ”situada alrededor del volcán”.